PARA BOXEADOR Y MONKEY

 

4:52 de la mañana. Pedro se despierta con un sobresalto, otra vez la misma hora, dice, asqueado de despertarse temprano. ¡Qué pereza, se me hará más largo el día! Se desliza por la sabana mojada del sudor de sus pesadillas. Se pone la pantaloneta y el esqueleto que dejó sobre la silla desde la noche anterior, se calza los tenis de suela gastada y lisa con los que ya se ha caído en repetidas ocasiones. Entra al baño, lava su cara, baja a la cocina y se toma un vaso con agua. Sale por fin de la casa, disfruta del frío matutino, alza sus brazos, estira las piernas y agradece que no haya gente que saludar.

Se pone en marcha e inicia con un trote suave, siente una presión en su interior. Se dice para sí mismo: tantas cosas que se arrumban en mí, ideas, sueños perdidos y nada de eso podré cumplir, quisiera expresar lo que siento -continúa- pero me asquea estar con gente, me incomoda escucharlos respirar, masticar, pero, sobre todo, odio ver la gente sonreír. Y si tal vez mi destino sea morir, terminar con mi vida, suicidarme. ¿O acaso la embarro y hay otra vida? ¿Y si en esa me siento igual de asqueado que en esta? ¡Tocará ponerle fin también!

Mientras se hace esas preguntas Pedro acelera el trote, no se fija en los buenos días, de algunas personas que se cruzan en su camino, algunos ciclistas, runners (con mejores fachas que la suya) y trabajadores saliendo y entrando a sus labores. De todas maneras, no hubiese contestado sus amables saludos. No sabe hacia dónde lo dirige su sutil trote, quiere pensar, quiere matar tiempo, no desea llegar a su casa, lo cansa el encierro y en la libertad lo cansa la gente, ese es su dilema.  

Decide tomar una ruta diferente, ya no sigue por la carretera, toma un camino destapado, sube por algunas trochas jadeando, olvidó llevar su agua, ―demasiado temprano para una cerveza y demasiado tarde para un whisky― se dice en voz baja, son las 5:30 de la mañana. Continúa por el camino mientras la hierba que pisa se resquebraja en sus gastados tenis. Llega hasta la cima de una colina y en ella aprecia un paisaje divino apenas con las primeras luces del día. Toma asiento, se concentra nuevamente en sus pensamientos mientras abraza sus rodillas y concluye que en ese lugar va a morir.  

Unos llantos lo sacan de su aturdimiento, voltea y no logra ver nada. Decide incorporarse, se adentra en la maleza y divisa una caja empapada por la lluvia de la noche anterior, la caja tiene unos pequeños agujeros y está atada con cabuya dando la forma de un moño, parece un regalo perdido que nunca llegó a su destino.  

Los quejidos se sienten más fuertes, definitivamente provienen de la caja. Revienta la cabuya y cuatro pequeños y alegres ojos se fijan en él. Son dos cachorros, se sorprende de que no se intimiden con su presencia y se abalancen a lengüetazos hacia sus manos y rostro.

Les calculó no menos de 2 meses a cada uno. El más juguetón era orejón y tenía lunares en su cuerpo blanco con negro. El otro, el más lambiscón era ñato y de color café con blanco. ¡No puedo dejarlos, se van conmigo! Dijo frenéticamente. Los llevó en la misma caja, pero sosteniéndola en la parte de abajo para que no se desfondara. Caminaba a trompicones mientras los joviales cachorros asomaban sus pequeñas cabezas ¡parecían niños en un carro descapotable!

Deshizo los pasos que lo habían llevado hasta allí, eran las 6:30 de la mañana, cada minuto se veía más gente mientras él iba con ese regalo que se había encontrado. Los buenos días, cómo esta, bien gracias, se apiñaron en su voz, no se había dado cuenta que estaba respondiendo y que también agregaba: gracias, sí, son míos.

Al llegar a su casa no percibió el desasosiego que sentía cuando abría la puerta de madera desgastada. Lo que llevaba en sus manos le iba a cambiar la vida por completo, él lo sabía, ya lo notaba. Apenas puso la desvencijada caja en el piso divisó algo sorprendente, y es que el sol que hacía poco más de una hora vio asomar, estaba adentro de su casa, se había ido con ellos. El hogar antes sin sentido para él, estaba iluminado y de ahora en adelante la luminosidad no se apagaría.

Los cachorros como dos ocupas se adueñaron del hogar, corrieron desesperados buscando comida y Pedro aún más desesperado por no tener que darles corrió a la nevera de donde sacó leche y cereal. Ojalá sean rápido las 8 de la mañana para ir al supermercado a comprarles algo de comer, se dijo.  

Mientras se devoraban la leche con el cereal, Pedro pensó en el nombre qué les daría, solo una vez se preguntó quién pudo haber abandonado a esos dos seres, decidió no pensar más en eso, no valía la pena infectar la belleza de los recién llegados con la maldad del ser humano.

Boxeador y Monkey los bautizó. El ñato de pintas café con blanco tenía patotas, se notaba que iba a ser un perro grande y fornido como un boxeador; mientras que el otro iba a ser peludo y pequeño, pero cansón como ya se apreciaba al quitarle la comida a su hermano, saltarín y gritón como un monkey.

Definitivamente la llegada de estos dos cachorros cambió la vida de Pedro, la felicidad de los siguientes días impidió que volviera a nacer en su mente la idea de morir. Las idas al veterinario, los baños, las salidas al parque, la compra de juguetes, dulces, comida, camas, hasta ropa, sacudieron su vida y cambió su manera de verse y ver el mundo.  

4:52 de la mañana, dijo Pedro desperezándose, debo sacar a Box y Monkey a orinar.

 

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